“Los medios hablan de nosotros como personas que necesariamente sufren”
Cordobés, transexual, activista, de 34 años, colabora como experto en temas de intersexualidad y transgeneridad con el programa latinoamericano de IGLHRC. Licenciado en Historia y doctorando en Filosofía, es una de las personas que más ha estudiado estas cuestiones en nuestro país. Aquí señala mitos y errores en el tratamiento de esta temática en los medios, y desnuda el mundo trans, tanto en la teoría como desde su propia experiencia.
Por Bruno Bimbi, para Revista Imperio G.
“No estoy atrapad* en un cuerpo equivocado, dijo una vez Leslie Feinberg. Sólo estoy atrapad*. Cada vez que una noticia sobre cambio de sexo centellea en los medios, las personas trans revivimos, amplificado, un calvario cotidiano. Basta que un juez decida reconocer a una persona asignada al género femenino al nacer como hombre para que el coro mediático repita: mujer, mujer, mujer. ‘La mujer sería intervenida...’, ‘Por primera vez una mujer...’, hasta la náusea”, escribió Mauro Cabral en un reciente artículo publicado en Las/12, y esas palabras me convencieron de comunicarme con él para esta entrevista.
Como en aquella hermosa obra de teatro de Griselda Gambaro en la que una empleada doméstica es obligada por sus sucesivas patronas a cambiar su nombre (el título de la obra es, justamente, El nombre), el fenómeno trans pone en cuestión nuestras precarias nociones acerca de la identidad -en este caso, de género-.
¿De qué hablamos cuando hablamos de personas trans? Lo que sobreentendemos y lo que suponemos se derrumba con alguna de las respuestas de este joven cordobés, transexual, activista, licenciado en Historia y doctorando en Filosofía, que con su modo de hablar cuidadoso y detallista responde cosas que, para muchos, aún no han llegado siquiera a ser preguntas.
La primera vez que hablamos, escuché en el teléfono la voz de un chico, y estúpidamente me sorprendí. Después se lo confesé: no sé con qué pensaba -desde algún recóndito escondite de prejuicios internalizados- que me iba a encontrar. No estamos exentos de nada, sobre todo de prejuicios, y hay un universo de cosas que desconocemos. Por eso, la conversación con Mauro Cabral es sumamente enriquecedora.
-¿Cómo te llamás?
-Uso varios nombres distintos, para la academia, la escritura, la cama, etc. Pero por lo general, y desde hace más de una década, digo que me llamo Mauro Cabral.
-¿Y cómo dice tu DNI que te llamás?
-El nombre que figura es el que mis padres eligieron.
-¿Por qué?
-Porque es el que la ley reconoce. Cambiarlo exigiría una serie de procedimientos psiquiátricos, quirúrgicos y legales a los que no voy a prestarme, y exigiría decir que “no soy” esa persona, sino que, más bien, “soy” otro. Es decir, sería reconocerme en una concepción de la identidad que me es extraña, puesto que soy la persona de la que mi DNI habla, pero también soy este que soy. Por supuesto, que tu apariencia física contradiga lo que el DNI informa causa innumerables problemas -para hacer trámites, usar la tarjeta de crédito, cruzar una frontera, enfrentar a la policía- pero, al mismo tiempo, da la oportunidad invalorable de contar una historia, de producir un estremecimiento en la lógica de la identidad y su relación con el cuerpo y la expresión de género.
-¿En algún momento sentiste que el nombre que figura en los papeles no hablaba de vos?
- Mi nombre legal, y el nombre que uso cotidianamente forman parte de la misma narrativa biográfica, ambos hablan de mí en tiempos distintos, contextos distintos, relaciones distintas. La idea de que la identidad de las personas reside en su nombre es una idea occidental, vinculada a concepciones en torno a la autenticidad que son extrañas en muchos otros lugares del mundo -hay quienes tienen nombres religiosos, nombres legales y nombres étnicos, por ejemplo-. Me siento más cercano a ese entramado cultural que al sentido de autenticidad de nuestra propia cultura. En algún momento de mi vida sentí que la historia que podía contar de mí precisaba de un cambio en la posición enunciativa, que no tenía que ver con hacer más verdadero el relato, más aproximado a lo que soy, sino con el placer de pronunciar palabras desde cierto lugar, de experimentar la contradicción entre mi nombre y mi apariencia, explorar otros modos de la masculinidad, ser llamado de otro modo. Pero creo que nadie siente del todo que el nombre que figura en los papeles habla de sí, sin fisuras. Me parece que del nombre propio tod*s estamos desplazad*s, sin remedio -y por suerte-. En nuestra cultura la asignación de género y la atribución de un nombre al nacer son instancias decisivas, dramáticas, pero son siempre apuestas, expectativas, esperanzas. Y no hay quien no las contradiga de un modo u otro: desde un principio no somos es* a quien nuestr*s progenitor*s esperaban.
- Contame un poco sobre tu historia...
-Nací y viví toda mi vida en Córdoba. Tengo 34 años, me dedico a la Historia y la Filosofía. Comencé a trabajar en el activismo gltbi hace diez años. Participo de varias movidas poéticas/políticas radicales y, paradójicamente, de un espacio institucional: el Area Trans e Intersex del Programa para América Latina y el Caribe de la Comisión Internacional de Derechos Humanos para Gays y Lesbianas (IGLHRC por su siglas en inglés).
Como la mayoría de las personas intersex en Occidente, fui sometido a procedimientos quirúrgicos no deseados, destinados a “normalizar” la apariencia de mis genitales. Y como la mayor parte de las personas trans, me encuentro atrapado en una ontología genérica binaria, donde mi cuerpo y mi palabra son cuestionados desde lógicas tanto heteronormativas como homonormativas.
Quizás por las experiencias que me ha tocado vivir, mi producción tanto teórica como política se centra en la discusión en torno a nuestro status -epistemológico, ético y político-. Resulta muy difícil encontrar espacios, tanto académicos como políticos, donde las personas trans o intersex podamos articular nuestro propio discurso, sin la mediación constante de “expertos”, sin el constante “hablar de” o “hablar sobre”, en lugar del “hablar con”. Mucho más difícil aún es hallar sitios donde nuestros cuerpos, sexualidades y géneros sean celebrados. No “aceptados”, “tolerados”, “defendidos” o “apoyados”. No hablo ni de solidaridad, ni de comprensión, ni de ayuda, sino de celebración. Por lo tanto, gran parte del trabajo que comparto con otros activistas -como Joaquín Ibarburu, Ariel Rojman, Marlene Wayar, Maximiliano Haedo, Joaquín Insausti, Dawson Horwitz, Lohana Berkins, entre otros- pasa por la fiesta, por el celebrar justamente aquello que parece culturalmente imposible celebrar: eso que somos.
-Siempre que se hacen públicos casos de operaciones de cambio de sexo, los medios hablan de “un hombre que quiere ser mujer” o “una mujer que quiere ser hombre”. ¿Sos una mujer que quiere ser hombre o simplemente un hombre?
-Ninguna de las dos cosas. No tengo la menor idea de lo que puede querer decir “simplemente un hombre” (ninguna identidad es simple), ni estoy seguro de lo que significaría ser “una mujer que quiere…”. De lo que estoy absolutamente seguro es de que no quiero ser un hombre, cualquier cosa que eso signifique. Soy una persona que se reconoce a sí misma en cierta narrativa intersex y cierta narrativa trans, con las reservas del caso (es decir, sabiendo que cada vida individual contradice irremisiblemente, en cierto punto, los estereotipos que sustenta cada narrativa generalizada). Me ubico a mí mismo en una de las muchas posibilidades del género masculino, sin que eso implique intentar fundir mi experiencia en las masculinidades de los hombres, ni transformar mi cuerpo en el cuerpo de un hombre. Hay varias maneras de inscribir esa posición -es por eso que me puedo presentar como un hombre trans, un hombre intersex…- pero creo que “un tipo” es la que me gusta más.
Uno de los problemas más arduos que enfrentamos las personas trans es la permanente codificación de nuestra experiencia en términos estrechos. Si no te movés de mujer a hombre o de hombre a mujer, daría la impresión que te caés fuera de la inteligibilidad del relato. Y esto no tiene como única consecuencia la incapacidad general para imaginar historias trans o intersex no reducidas al “sos esto, querés ser esto otro”, sino también el panorama axiológico que nos rodea. Si todo se reduce a ser una cosa y querer ser la otra, los dispositivos que reifican el binario de género, las instancias biotecnológicas que regulan y controlan nuestra existencia son considerados aspectos necesarios y hasta beneficiosos. Esto es llamativo en el caso de la demanda de esterilización: como los hombres trans somos reducidos a la convicción de ser hombres o al deseo de serlo, y todo el mundo sabe o cree saber lo que un hombre es (y lo que debe ser), y los hombres no dan a luz (ni deben hacerlo), los hombres trans deben probarle a la Justicia que son estériles si desean ser reconocidos como hombres. Porque además tampoco parece pensable la existencia de hombres trans que tienen sexo con hombres. Por ello, parte de nuestro desafío es ampliar la inteligibilidad, para que otros relatos puedan ser hablados y escuchados.
- Es interesante esa diferencia entre el ser y el querer ser: ¿hasta dónde es válido el discurso del tránsito entre una cosa y la otra que necesariamente pasa por el quirófano, como si las personas trans sólo pudieran ser hombres o mujeres después de operarse? ¿Y antes qué eran?
-La transgeneridad es un universo amplio y complejo, que incluye narrativas a veces muy diferentes entre sí. Por identidad de género se entiende el sentido que cada cual tiene de sí mism* en términos generizados, es decir su sentido interior de ser o de reconocerse como travesti, mujer, hombre, dos espíritus, intersex, trans, etc. Por lo general, los Estados reconocen sólo dos identidades de género posibles (hombre o mujer), una ficción jurídica destinada a producir y administrar un cierto orden del mundo que no debe confundirse con la multiplicidad de experiencias del género, a riesgo de eliminar de nuestra consideración todo aquello que no tiene estatus legal. Muchas personas que se identifican de un modo diferente al que se les asignó al nacer sienten que estarían más cómodas, serían más felices, podrían expresarse mejor a sí mismas, disfrutarían más de su cuerpo y de su sexualidad, si pudieran acceder a ciertas tecnologías de modificación corporal. Como en todos los casos, aquí también hay diversas razones y discursos: hay quienes hablan de “convertirse en”, hay quienes hablan de “adecuarse a”, hay quienes hablan de “disfrutar más así”, hay quienes dicen “porque lo deseo y punto”. Todos esos discursos me parecen válidos a nivel de la experiencia personal (que es, en última instancia, el único nivel en el que adquieren sentido pleno), aunque considero que sus efectos éticos y políticos, así como sus supuestos metafísicos y epistemológicos deben ser debatidos.
Las personas trans no somos una especie, esa idea existe sólo en el afán taxomomizador de la biomedicina y el derecho. Saber qué eran antes y qué son después de la cirugía es algo que depende exclusivamente de la narrativa biográfica de cada uno.
-¿Qué sentís cuando los diarios informan sobre una mujer trans que logró usar en su documento una foto real que la muestra como es, pero el título de la nota habla de él, negando lo que la misma noticia está informando?
-Siento que se reproducen concepciones reduccionistas de la subjetividad, donde la asignación de género en el momento de nacer, la inscripción de los sujetos en el orden de la ley y la codificación bioanatómica de nuestra existencia son consideradas verdades atemporales, frente a las cuales ni el sujeto, ni su palabra, ni su deseo pueden ser reconocidos y respetados. No entiendo bien en qué consiste el beneficio de perseverar en la estupidez, en la ignorancia y en la crueldad, pero yo no vendo diarios.
Por otra parte, yo no creo en la distinción entre fotos reales e irreales. Si me obligaran a salir en una foto con el pelo largo, por ejemplo, sin duda se trataría de mí y de mi situación real: la de ser una persona cuya expresión de género no es respetada. Debemos explorar otros vocabularios, y deshacernos de la carga de realidad y de autenticidad que vincula el goce pleno de los derechos humanos al ser “verdaderamente” alguien o algo. ¿Por qué mis derechos están atados a la prueba de la autenticidad? ¿Soy más auténticamente un hombre si uso el pelo corto o me gusta jugar al fútbol?
Se trata de visibilizar cuál es del destino de aquell*s que contradicen la autenticidad debida, si son atrapad*s dentro de una nueva autenticidad (el “transexualismo verdadero”, por ejemplo), o equiparad*s a lo falso (como ocurre con las travestis) o a lo inarticulable (como los “genitales ambiguos”), y cuáles son las consecuencias de estar en el exterior constitutivo de lo auténtico.
-¿Qué papel juega ese uso del lenguaje en los medios?
-Los medios juegan, por lo general, un papel atroz, en tanto reproducen, incluso cuando intentan ser progres, los mismos argumentos que transforman la vida de las personas trans en un infierno. Eso no ocurre sólo cuando presentan a una mujer trans como “un hombre”, sino también cuando reducen la experiencia trans a la lógica del caso, cuando afirman la existencia del transexualismo como una entidad objetiva, ahistórica, cuando dan por sentado que toda persona trans sufre, cuando encuentran perfectamente lógico que la Justicia demande cirugías a cambio de reconocimiento de la identidad de género, etc. Algo similar ocurre con los medios gltbi, así como con los informes elaborados por muchos grupos gltbi, donde, por ejemplo, se coloca por lo general el nombre legal entre paréntesis, luego del nombre trans de una persona de cuyo asesinato se informa. ¿Qué es lo que se dice sobre la verdad, la ley y nuestras concepciones acerca del cuerpo y de la identidad? ¿Qué valoramos? Los medios tienen, a mí entender, un papel que han renunciado a ejercer: su contribución a la formación de una opinión pública crítica. En relación con las cuestiones trans, han perdido una y otra vez la oportunidad de introducir nuevos modos de pensar e intervenir en la realidad, siquiera como preguntas. Yo no creo en la corrección política, y valoro la diversidad de posiciones. Pero los medios cierran el acceso a todo discurso no homogenizado, a toda perspectiva heterodoxa sobre éstas y otras cuestiones.
-Hablemos de legislación y de los reclamos del movimiento trans respecto a las leyes que deberían cambiarse…
-En la Argentina no hay una ley de transexualidad. La ley 17 132, que regula el ejercicio de la medicina, prohíbe la realización de cirugías que asociaríamos con cambio de sexo. Lo mismo ocurre con el Código Penal. Ambas instancias reconocen que las cirugías pueden realizarse, siempre que se cuente con autorización judicial, lo cual coloca a la persona trans una y otra vez a merced del arbitrio de un juez. Una revisión por las sentencias argentinas pone en evidencia lo atada que está nuestra Justicia a los estereotipos de género. Los fallos han sido crecientemente favorables, pero lo que a mí me preocupa es el modo en el que esos fallos vinculan el derecho al reconocimiento legal de la identidad de género al “transexualismo verdadero”, es decir, a una comprobación de patología que es, en última instancia, una comprobación del sufrimiento. No es posible cambiar el nombre y el género por placer, por deseo, por bienestar. Al mismo tiempo, esas mismas sentencias vinculan necesariamente el reconocimiento de la identidad de género con formas estereotipadas de la expresión de género (hombres masculinos y mujeres femeninas), de la sexualidad (tod*s heterosexuales), y también de la morfología corporal. Es decir, la Justicia es un dispositivo a través del cual se reinstituyen, una y otra vez, relaciones necesarias entre el cuerpo y la identidad, algo que la transgeneridad viene poniendo en cuestión desde hace más de 30 años. Sin embargo, seguimos siendo interpretad*s y representad*s por expert*s
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